Cultura

Simone Weil: entre la “desdicha” y la verdad

"La época actual es de aquellas en las que todo lo que normalmente parece constituir una razón para vivir se desvanece, en las que se debe cuestionar todo de nuevo, so pena de hundirse en el desconcierto o en la inconsciencia", sostuvo Simone Weil sobre nuestros tiempos, en "Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social".

“El único gran espíritu de nuestro tiempo” (Albert Camus).

Por Ignacio Nieto Guil

La rica aunque corta existencia de Simone Weil (1909-1943) estuvo definida por un solo propósito: la búsqueda de la Verdad. Su vida y obra representa un testimonio auténtico e invaluable entre su prédica y su obrar; entre su pensamiento iluminado y profundo con gran holgura espiritual y el sentido práctico del mismo. No fue ajena, en este aspecto, a las causas y problemas políticos de su época, sin perder, por otro lado, la mirada contemplativa y mística que la caracterizó hasta el final de sus días.

Nacida en Francia en el seno de una familia burguesa de librepensadores y de origen judía pese a que en la práctica eran agnósticos —propio de la educación laica francesa y por voluntad familiar—. Su padre médico psiquiatra de oficio; su hermano, de una gran inteligencia abstracta, se convirtió en uno de los más afamados matemáticos del S.XX. En los albores de su vida se crió en un entorno de marcada y amplia cultura, nutrida en la tradición griega, cristiana y francesa sin ningún tipo de atracción por la religión judía como lo expresa en una carta a Xavier Vallat en 1941. A los dieciséis años ingresó al Lycée Henri IV, donde fue alumna del famoso filósofo Alain —Émile-Auguste Chartier— que, entre otras cosas, le enseñó a reflexionar y a interpretar los textos clásicos que luego marcaron gran parte de su pensamiento.

Posteriormente, a los diecinueve años ingresó a la Escuela Normal Superior de París con la calificación más alta, seguida por nada más ni nada menos que Simone de Beauvoir a pesar, no obstante, que se trataron de autoras en dimensiones opuestas de pensamiento, ya que esta última, al igual que Jean Paul Sartre, representan al existencialismo nihilista y burgués de una clase que hace gala y culto de su extravagancia intelectual, que llevó, sin lugar a dudas, a una generación nihilista —sin verdaderas causas justas— al fallido Mayo Francés de 1968. Relató Beauvoir en una acalorada discusión con Weil sobre una hambruna en China:

“No recuerdo cómo comenzó la conversación; afirmó de manera tajante que sólo había una cosa importante: hacer una revolución capaz de saciar el hambre de todos los hombres. Yo contesté que el problema no consistía en la lucha por la felicidad de los hombres, sino en dar sentido a su existencia. Entonces me miró y me contestó tajantemente: ‘Se nota que usted nunca ha pasado hambre’. Nuestra relación acabó allí. Me percaté de que me había catalogado como una pequeña burguesa espiritualista, lo que me irritó” (Simone De Beauvoir, Mémoires d’une fille rangée).

En tanto, Simone Weil abandonó la comodidad para ponerse en lugar de los que sufren, en su propia carne, y desde allí, justamente enriqueció su pensamiento que también la uniría a Dios hasta el final de sus días. A la edad de veintidós años finalizó sus estudios, abocándose a la carrera docente en diferentes liceos —el primero de ellos fue Le Puy—, aunque no por mucho tiempo.

La cuestión obrera, la guerra civil española y la resistencia francesa

Apodada la “virgen roja” en su época juvenil, Simone Weil estuvo marcada por su gran preocupación en las causas sociales de su época. Y por este motivo, en 1934 abandonó su trabajo docente, para involucrarse de lleno con la clase obrera. En efecto, el cuatro de diciembre de ese año ingresó a la fábrica eléctrica de Alsthom como operaria rasa a cargo de cortar piezas. Un año después, a mediados de 1935, entró en la fábrica de Renault en Boulogne-Billancourt para trabajar en las cadenas de montaje y en las prensas industriales. En este aspecto llegó a decir: “Allí recibí para siempre la marca de la esclavitud, como la marca a hierro candente de los romanos ponían en la frente de sus esclavos más despreciados. Después, me he considerado siempre como una esclava” (Simone Weil, A la espera de Dios). Producto de su bajo rendimiento, su torpeza para el trabajo manual y su salud endeble, fue despedida a finales de ese mismo año de la fábrica de automóviles.

Tales experiencias le valieron la obra: “La condición obrera”, pues indagó en una suerte de “filosofía del trabajo” desde el plano meramente humano y espiritual, y, por tanto, exploró el “desarraigo” —en términos propios de la autora— y explotación que sufrieron los obreros de la Francia de comienzos del siglo XX. En ese tiempo comprobó en carne propia los padecimientos de las clases trabajadoras, además, de la experiencia física y moral que repercutió gravemente en su persona y frágil salud, de la que jamás pudo recuperarse del todo. “Al ponerse ante la máquina, uno tiene que matar su alma ocho horas diarias, el pensamiento, los sentimientos, todo. Ya estés irritado, triste o disgustado, tienes que tragártelo; debes reprimir en lo más profundo de ti mismo la irritación, la tristeza o el disgusto” (Simone Weil, La condición obrera), describió totalmente abatida en una carta destinada a su amiga Albertine Thénon en 1935 sobre la servidumbre industrial que presenció.

Por ello sentenció en la obra citada precedentemente una radical espiritualización del trabajo: “Es fácil definir el lugar que debe ocupar el trabajo físico en una vida social bien ordenada; debe ser su centro espiritual”. Esta es, justamente, la raíz profunda del pensamiento de Simone Weil, en virtud de que el hombre debe arraigarse desde lo espiritual y social:

“La necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural, en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro […] El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual de los medios de que forma parte naturalmente […] El alimento que una comunidad suministra al alma de sus miembros no tiene equivalente en todo el universo” (Simone Weil, Echar raíces).

Otro hecho significativo se produjo en 1936, en pleno auge de la guerra civil española, ya que la joven Weil con tan solo veintisiete años decidió enfilarse en el bando republicano con el Grupo Internacional de la Columna Durruti que integraban italianos y franceses. Allí combatió en el país ibérico en el frente de Aragón, a pesar de su marcado pacifismo y sin que hubiese hecho política partidaria alguna en su vida. Sin embargo, su paso por el conflicto duró una breve estancia a razón de su torpeza y miopía, puesto que sufrió una quemadura en una de sus piernas a causa de una sartén con aceite hirviendo. Este suceso, consecuentemente, la obligó a retornar a su patria de forma inmediata. Poco tiempo después el grupo combatiente que integró fue detenido y fusilado. Nuevamente en este episodio de su vida, al igual que su experiencia en las fábricas, le daría un profundo conocimiento de la realidad humana y los efectos de la guerra en el alma de las personas, más allá de los idearios políticos e ideológicos que convulsionaron a Europa y que llegaron, incluso, a justificar la muerte, carcomiendo la naturaleza humana. Y, precisamente, contra ese sinsentido se reveló la joven Weil, ya que abandonó el activismo de izquierda que jamás pudo convencerla del todo.

Sobre lo ocurrido, en 1938 le escribió una carta al reconocido escritor francés Georges Bernanos, conocido, entre otras obras, por “Diario de un cura rural” o “Los grandes cementerios bajo la luna”. Este último libro es, en efecto, una crítica a la represión franquista que Simone Weil tuvo la oportunidad de leer. En contrapartida la joven filósofa quiso relatar los horrores del otro bando y, por tanto, detalló una serie de hechos que presenció cuando estuvo dispuesta a tomar las armas, causándole una gran impresión:

“No sentía ya ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era ya, como me había parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios terratenientes y un clero cómplice de los propietarios, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia” (Carta extraída de la revista Mientras Tanto, n.º 54, 1993).

Luego se refirió a las ejecuciones que propiciaba el bando republicano:

“Estuve a punto de asistir a la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me preguntaba si simplemente iba a mirar o haría que me fusilaran al tratar de intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución”.

Posteriormente, describió una escena similar:

“Dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; a uno se le mató en el sitio, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después se dijo al otro que podía marcharse. Cuando estaba a veinte pasos, se le abatió. El que me contaba la historia se asombró mucho de no verme reír […] Sí, el miedo ha tenido una parte en esas matanzas; pero allí donde yo estaba no he visto la parte que usted le atribuye. Hombres aparentemente valientes —de uno de ellos, al menos, he constatado personalmente su valor— contaban con una sonrisa fraternal, en medio de una comida llena de camaradería, como habían matado a sacerdotes o a fascistas, en término muy amplio”.

Los detalles antes descritos de manera imparcial y objetiva a partir de la propia experiencia de Simone Weil, le hicieron tomar conciencia de la realidad cruda que significa el enfrentamiento humano. Y en tal sentido, sus nobles y auténticos ideales —de luchar por los desfavorecidos— que la llevaron a adentrarse en la guerra civil española se esfumaron al ver las miserias y la condición humana arrebatada de los “camaradas” del frente, como muy bien le detalló a Bernanos. Aquí nuevamente la joven Weil se rinde a la verdad, pues no justificó en nombre del totalitarismo ideológico, la injusticia humana.

El tercer hecho significativo a nivel político y social hacia el final de su vida es, de hecho, su activismo en la Resistencia Francesa. Por ello, el 10 de noviembre de 1942, marchó hacia Inglaterra después de haber escrito varias misivas a Jacques Soustelle y Maurice Schumann —portavoz de la Francia Libre en Londres— para ser aceptada en trabajos que signifiquen un servicio a su patria ocupada por el régimen Nazi: “¡Se lo ruego, consiga que regrese a Londres, no me deje morir aquí de pena!” (Simone Weil, A la espera de Dios), escribió desde New York. En este aspecto, fue empleada del agregado en Londres G. Philippe. Su misión era redactar informes y revisar textos y proyectos. Al terminar cada uno de los encargos, solicitaba una petición de misión que era denegada continuamente. Allí compuso, a pedido de las autoridades francesas, uno de los más reconocidos ensayos: L’Enracinement —El Arraigo— o en su versión española Echar Raíces para la reconstrucción de Francia luego de la Segunda Guerra Mundial. Libro que publicó Albert Camus y que llegó a decir en referencia a su obra: “Parece imposible imaginar un renacimiento para Europa que no tenga en cuenta las exigencias definidas por Simone Weil” (Albert Camus, prefacio a L’Enracinement bulletin de la Nouvelle Revue française, junio, 1949). Incluso el propio Camus admiró de sobremanera a la joven filósofa, pues, una vez que le anunciaron como ganador del Nobel de Literatura en 1957, fue inmediatamente a compartir la noticia con la madre de Simone Weil.

Su conversión al cristianismo

“He nacido, he crecido y he permanecido siempre en la inspiración cristiana”. (Simone Weil, A la espera de Dios).

Agotada por sus pasos en las fábricas francesas y la dura realidad obrera, en 1935 decide viajar a Portugal para tomar un breve respiro. En ese país, presenció la festividad de Nuestra Señora de los Siete Dolores en un pequeño pueblo de pescadores llamado Povoa do Varzim. Allí descubrió la serenidad de las viudas de marineros muertos en el mar y los cantos litúrgicos de una tristeza sobrecogedora que las mismas le dedicaban a sus fallecidos en la orilla de la costa, para velar por sus almas. Las mujeres recorrían las barcas lentamente llevando cirios encendidos y Simone Weil, en consecuencia, pudo contemplar ese escenario de una manera que iniciaría un nuevo capítulo en su vida.

Esto supuso su primer contacto real con el cristianismo y, por ello, de aquella experiencia que la marcó profundamente, dijo:

“Con este estado de ánimo y en unas condiciones físicas miserables, llegué a ese pequeño pueblo portugués, que era igualmente miserable, sola por la noche, bajo la luna llena, el día de la fiesta patronal. El pueblo estaba al borde del mar. Las mujeres de los pescadores caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y entonaban cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada podría dar una idea de aquello. Jamás he oído algo tan conmovedor, salvo el canto de los sirgadores del Volga. Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos”.

Ese hecho, precisamente, le dio una respuesta en tanto que visualizó en el cristianismo una religión que consuela a los afligidos y miserables, es decir por aquellos que sufren.

Por otra parte, a los veintiocho años de edad en 1937, luego de su trunca estadía en la guerra civil española, viajó a Italia para tomar un respiro luego de las experiencias que le quitaron su fuerza vital. En ese lugar pudo contemplar la belleza espiritual de la comuna de Asís en la provincia de Perugia. Su salud, en este sentido, se encontraba asediada por fuertes dolores de cabeza, sumado a que su espíritu se había doblegado en su paso por la industria fabril como se ha mencionado. De tal experiencia escribió:

“Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII, Santa Maria degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó San Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas”.

Esto significó un segundo contacto con el cristianismo a través de la figura de San Francisco y los preciosos frescos de Giotto en la Basílica de San Francisco de Asís, que pusieron su alma en contacto con la Belleza Absoluta de Dios. Por este motivo, la fuerte impresión del lugar, a la que se suman sus primeras experiencias místicas a través de la sensibilidad del Santo de Asís, acercaron la profundidad de Simone Weil a la fe católica en su fuerte búsqueda por la Verdad, aunque de modo particular.

En efecto, la filósofa francesa creía realmente en la Trinidad, en la Encarnación, en la Redención y la Eucaristía, sin embargo, se mantendría en las puertas de la Iglesia a pesar que el dominico P. Joseph-Marie Perrin (1905-2002) buscó sin éxito su bautismo —aunque es posible que fuese bautizada “in articulo mortis”—. En una carta al escritor católico-francés y cuatro veces nominado al Premio Nobel de Literatura, Gustave Thibon (1903-2001), explicó tal vez su razón más profunda:

“Si es de la Iglesia de lo que habla, es verdad que me encuentro cerca, pues estoy a sus puertas. Pero eso no quiere decir que esté próxima a entrar en ella. Es verdad que el menor impulso bastaría para hacerme entrar; pero todavía hace falta ese impulso, sin el cual puedo quedarme indefinidamente a la puerta. Mi ferviente deseo de complacer al P. Perrin no puede cumplir la función del impulso, sino que, al contrario, más bien me retiene para evitar una mezcla ilegítima de actitudes. En este momento estaría más dispuesta a morir por la Iglesia, si algún día hubiera necesidad de morir por ella, que a entrar en ella”.

Diversas razones la llevaron, no obstante, a ser reticente a su ingreso, entre ellas, porque veía a la Iglesia como una colectividad —en un siglo de totalitarismos políticos y conflictos bélicos— puesto que, indudablemente, el individuo queda absorbido y supeditado a la masa. Esa individualidad —no desde el punto de vista social sino existencial— bien entendida que autores de la talla de Søren Kierkegaard en íntima conexión con Simone Weil defendieron frente al Absoluto.

En un bello texto titulado La persona y lo sagrado, dijo respecto a la esencia personal del ser humano: “En cada hombre hay algo sagrado. Pero no es su persona. Tampoco es la persona humana. Es él, ese hombre, simplemente” (Simone Weil, Escritos de Londres y últimas cartas). Prosigue en este sentido, su ensayo sobre el sentido metafísico de la verdad, en tanto que se manifiesta en contra de lo colectivo:

No sólo la colectividad es ajena a lo sagrado, sino que desorienta proporcionando una falsa imitación […] El ser humano no escapa a lo colectivo más que elevándose por encima de lo personal para penetrar en lo impersonal. En ese momento hay algo en él, una parcela de su alma, sobre la que nada de lo colectivo puede ejercer su influencia”.

Su tercer contacto fue en 1938 en Francia, lugar donde pasó la Semana Santa en el Monasterio de Solesmes acompañada por su madre. Los dolores de cabeza se agravan. Leía y meditaba la poesía “El Alba” del poeta inglés del S.XVII, George Herbert (1593-1633), y presenció, por otro lado, la belleza de los cánticos gregorianos en la abadía benedictina durante los oficios, donde entraba, significativamente, en verdadera comunión con la Belleza a la que Simone Weil siempre se rindió: “La belleza del mundo es la sonrisa llena de ternura que Cristo nos dirige a través de la materia. Él está realmente presente en la belleza universal” (Simone Weil, A la espera de Dios). En este contexto, se produce su conversión definitiva:

“Esta experiencia me permitió conocer mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha. Evidentemente, en el transcurso de estos oficios, el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre”. Y luego dijo: “Una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano, inaccesible tanto a los sentidos como a la imaginación, análoga al amor que se transparentaría a través de la más tierna sonrisa de un ser amado” (Simone Weil, Pensamientos desordenados).

Su muerte

Mientras Francia era ocupada por el régimen Nazi, Simone Weil se trasladó de los Estados Unidos para pasar la última etapa de su vida en Inglaterra con tan solo treinta y cuatro años de edad. Se radicó en Londres y trabajó para la Francia Libre, liderada por el general Charles de Gaulle en el exilio del gobierno francés. Por ese entonces, se impuso severas restricciones en cuanto a las raciones de comida y descanso, como si hubiese estado en el frente de batalla. Se alimentaba apenas con lo justo y dormía en el suelo de su despacho, luego de largas horas de trabajo. Su cuadro de tuberculosis se agravó a causa de las penalidades a modo de sacrificio: “No puedo sentirme feliz ni comer a gusto cuando siento que mi pueblo sufre”, sostuvo Narbona en El Español/El Cultural.

Primero se la internó en un hospital de Middlesex el 26 de julio de 1943. Posteriormente, se la trasladó al hospital Grosvenor Sanatorium de Ashford. Allí dijo: “Un hermoso lugar para morir”, mientras contemplaba por una ventana abierta una imagen campestre llena de árboles. La muerte no le causó estragos, ya que murió el 24 de agosto de 1943 de un paro cardíaco debido al debilitamiento de los músculos del corazón mientras dormía sin indicios de dolor, según indicaron los médicos que la atendieron.

El 30 de agosto del mismo año se la enterró en el cementerio de Ashford, en una zona reservada para católicos. Asistieron siete personas al lugar, entre otros Maurice Schaumann que leyó unas plegarias del Misal Romano, ya que el sacerdote católico que debía oficiar el funeral no llegó a tiempo porque se confundió de tren. Se depositó en la tumba un ramo con los colores de Francia para que la acompañara en su descanso eterno.

El mismo Schaumann, relató sobre ese día:

“Fueron siete personas, entre ellos, una limpiadora con la que había compartido alojamiento —vivió en su casa—. Tenía una hija. Esta mujer era incapaz de entender una palabra del pensamiento de Simone Weil, que tampoco quiso hablarle de filosofía, a la hija todavía menos. Le dio algunas clases, y quizás, lo que más la acerca a la santidad era que irradiaba tanto interés por el otro, por la personalidad del otro, que cuando esta limpiadora se enteró de que Simone había muerto —perdone pero al recordarlo me cuesta no llorar— renunció a un día de salario —fue su sacrificio—, se montó en el tren y arrojó a la tumba un ramo tricolor que ella misma había hecho” (en Filosofando, ver https://www.youtube.com/watch?v=fQdHjQlT_bU).

Poco antes de morir, le escribió una carta a sus padres, donde dijo: “No pierdan la esperanza. Sean felices”. Esta frase, precisamente, resume todo lo que Simone Weil representa, es decir, en cuanto a su obra, su vida y el ejemplo que transmitió a la posteridad en su incansable búsqueda y amor por la Verdad hasta el sacrificio de sí misma. Ese es su legado.

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